se fue a la marcha

Sangama

de Arturo D. Hernández

Publicado: 2025-10-14

Tenía mal recuerdo de Sangama. Quizá lo leí muy joven, o de manera apresurada, o puede que ambos factores vinieran juntos, o el mejor de los momentos fue hace poco. De hecho, mi mala experiencia disentía con los rostros iluminados de la vieja guardia loretana, hombres y mujeres que vivieron en fundos y chacras, alejados de la urbanidad, y que hoy peinan canas ―otros ya idos―, cuando abría la boca y pronunciaba Sangama, y ―en ellos― el poder de evocación de felicidad que les producía, una suerte de blasón o dije identitario, se reflejaba en sus rostros.

Relatado en una inicial primera persona, importa no demasiado Abel Barcas, el personaje primerizo y voz testigo y protagónica, pues luego de la llegada del “señorito” a Santa Inés, y sepamos un tanto de él, servirá de “médium” para enterarnos sobre el epónimo de la novela.

En su apertura aquel dicho popular de «Pueblo chico, infierno grande» pareciera que diera la razón. En esta pequeña comunidad en el Bajo Ucayali, la justicia la imparte Portunduaga, un “bribón” que tiene funciones de Gobernador, alguien que usurpa atribuciones en contra de sus pobladores, junto al Toro y el Piquicho, sus sayones. En tan poco tiempo pasan muchas cosas.

Sobre esta novela aparecida en 1942, Andrea Cabel, Eduardo Ávalos y Marcos Colón, han hecho acotaciones en publicación indexada*. Una de ellas, sobre Tula, la fugaz y efímera personaje, mas el de mejor trazo. Fugaz porque su permanencia resulta “impensable”; de hecho, desaparecerá prontamente, ya que se vuelve insostenible su protagonismo debido a que, como señalan, «rompe la idea de una mujer sumisa y obediente como se espera que sean fuera y dentro de la Amazonía […]». Y es que, claro, venida de la ciudad y advenediza, por tanto, de Santa Inés, se sale de la horma de la arquetípica mujer de la selva. Otro derrotero hubiera tomado la historia que, con el escamoteo de esta casi heroína (es capaz de coger una escopeta con tal de salvar a unos niños indígenas esclavizados), pierde interés y se vuelve un tanto predecible, un tanto monocorde la novela. Queda la sensación insatisfecha de que algo más pudiera haber sucedido entre Barcas y aquella dama de exuberancias que ha hechizado ya dos hombres, el gobernador ―la guadaña de la justicia le caerá en su momento―, y el cura aparecido, a quien, como a ella, también la selva se lo tragará. En todo caso, el trabajo más reconocido de A.D. Hernández, en adelante, permanece enmarcado en la novela de aventuras.

Chuya, en contraparte, la joven hija de Sangama de quien se enamora Abel Barcas es "casi" un personaje. Le sucede una tragedia, claro ―es violada ―, pero se sabe poco o nada de lo que piensa. La vemos mayoritariamente a través de los ojos de Barcas. Gracias a este diario personal ―presentada en los tramos finales de esta odisea amazónica, donde exterioriza sus sentires―, ella adquiere voz. De lo poco que hemos ido sabiendo, lo hemos hecho por boca de otros. De todas formas, el plato que contenía la psique de la Chuya ha sido servido demasiado frío y demasiado tarde, o en tiempo muy espaciado, al menos.

En esta línea de personajes, el “defecto” de Sangama, como personaje principal ―y, claro, todos somos generales después de la guerra―, es la serie de virtudes: hombre sereno y juicioso; hábil para resolver situaciones peliagudas, sale siempre airoso. Pero Sangama ―que es casi guía turístico, filósofo, curaca, profeta, e Indiana Jones, o compañero de viaje de Alexander Von Humboldt y del botánico Aimée Bonpland (que anduvieron por estas tierras de América clasificando plantas y animales)― no presenta contradicción. Algo de su pasado se devela, cuyo padre y abuelo fracasaron en la búsqueda de la estatua de oro y la conquista del Imperio: Pero es un personaje cuyos grises, a modo de conflictos, se mostrarán al lector hasta bien entradas sus páginas, y él también fracasará en su misión, pero en la mayor parte de la historia continuará envuelto en el traje de héroe. Como en la típica novela de aventuras, esas donde el protagonista que nos hemos encariñado y creemos invencible, de pronto desaparece, ―y aquí pensamos en Viaje al centro de la Tierra―, y hemos creído trágicamente en su muerte, para luego reaparecer renacido o revivido.

A Arturo D. Hernández se le ha criticado por el peso colonial de sus observaciones en la novela, «Realizando temerarias exploraciones y venciendo a los salvajes cuyos ataques desbarataba a fuerza de astucia y arrojo […]». También sus largas descripciones geográficas y su discurso topográfico, el de un Atlas de la selva. Prima la aventura con la naturaleza, la mistificación de lo salvaje, el monte, se alimenta el mito. En Sangama las leyendas como la del supay, de la sachamaman (sic), la del chullachaqui, de la yacumama, van siendo contadas por estos aventureros.

Lo que se pasa por alto, como virtud literaria, son las constantes reflexiones; de hecho, sus mejores momentos son cuando se ofrece suerte de disertaciones a su audiencia, quien es, en exclusiva, Abel Barcas; “declaraciones” que podrán ser criticables por su eurocentrismo, pero que merecen considerarse, pues ofrecen suerte de parangón entre el pensamiento de esos tiempos y el de ahora, lo cual lleva a preguntarse si se ha presentado apertura en la mirada: «Todos escriben la historia de la civilización criticándola desde su punto de vista […]. El historiador, el etnólogo, el geógrafo, al referirse de la selva, en ningún momento, se han despojado de ese influjo. La han estudiado considerándola como una tremenda realidad opuesta en toda forma a su concepto de civilización. La selva es, por excelencia […], el medio físico del salvaje».

Y es que a Sangama, su racionalidad no le permite entender otras cosmogonías, como por ejemplo cuando cierra toda discusión con el Matero Luna. «Cuando alguien tiene el alma saturada de supersticiones, cualquier fenómeno de esta naturaleza se explica relacionándolo necesariamente con el diablo […]. Es fuerza convenir contigo en que fue el diablo. Sería imposible convencerte de lo contrario».

Hay lectores que señalan que la novela de Hernández tiene dos de los tres elementos de la naturaleza fundamentales, tierra y río (agua), mas no cielo. De hecho, que tres cuartas partes de Sangama nos la pasaremos entre las dos estaciones marcadas de merma, los emponados; y la creciente, los renacales, la inundación que será inevitable.

Se halla, aquí, una paralelo que establece entre estos ecosistemas inundables y sus bestias, y los peligros del hombre, transportados en delincuentes de tabernas y lupanares, y la ambivalencia que significa civilización. «Los árboles entre sí son también amigos y enemigos, como los hombres. […] Brindan su sombra plácida y reconfortante, u oprimen malignos hasta matar. Los animales unas veces acompañan y sustentan, otras veces atacan y devoran, lo mismo que los hombres. Pero al referirnos a civilización ―y debemos decir “nuestra civilización” porque ella no es solo de los hombres que moran fuera de la selva―, tenemos que considerarnos una floración de ella, floración exótica que se yergue bajo la fronda, entre la jungla, al borde del pantano».

Pero a la vez, Sangama es hombre andino. Hemos creído al principio que este era vernacular; de hecho, su apellido enlaza indubitablemente ―para el loretano― identidad de preeminencia amazónica, pero Arturo Hernández delata un sincretismo involuntario, o sin reconocerse, que resume lo peruano en esencia. Un sujeto que tiene de todo un poco, lo cual también acarrea fricciones. Escéptico de la superstición, es admirador de sabios europeos, y su racionalismo está constatemente en exhibición; al mismo tiempo es capaz de descifrar los quipus y hablar del Inca Huiracocha, e ir en busca del pendiente de sus antepasados. 

En esta tierra olvidada por Dios, el fin fatal de Sangama está signado. «Quise cumplir la misión sagrada que me dejaron mis mayores, y por eso, equivoqué la ruta que me señalaba la vida. Hoy vuelvo vencido por la selva como la sombra del pasado. ¡Madre Luna, piedad!», clama.

Tras el fracaso de su empresa, sus últimas reflexiones reflejan el anhelo de una “nueva civilización”, rígida propuesta porque se basa, «en la religión y en la moral, sólidos cimientos de un Imperio Universal, bajo la égida de Dios».

Atentos a esto de "imperio universal" que suena a monolítico y uniformizante. Arturo Hernández fue un hombre de su tiempo, y si hubiera escrito este discurso ahora, las chispas estarían saltando cuando la boga hoy en día es la promoción de la diversidad y la multiculturalidad. Pero son rasgos sociales en los que nos estamos deteniendo, y no precisamente sobre sus atribuciones novelísticas. 

En todo caso, queda la sensación de que sus iniciales páginas son de las mejores y uno espera más un ascenso que un descenso. Evidentemente, hay momentos, mas estos no se igualan como cuando Portunduaga, el Piquicho, el Toro, la Tula, están allí interactuando en sus iniciales capítulos. Una bien condensada junta de "personajes", arquetípicos algunos, y una excepción que es la Tula, o el mismo Abel Barcas, quien nos ha conducido narrando largamente en el periplo fatal de Sangama.


*: La lógica del suspenso y lo impensable en Sangama (1942) de Arturo Hernández. Eduardo Ávalos, Andrea Cabel, Marcos Colón (2024).


Escrito por

Marco Antonio Panduro

Ha escrito Crónica Vagabunda, Apuntes Perdidos, Los amantes de mi abuelo, Nunca antes & nunca después y Modernidad Carnavalesca


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