¡Menos formularios, más aprendizaje!
¡Un maestro enseña mejor cuando no está saturado de burocracia! ¡Menos formularios, más aprendizaje!
Este anhelo posteado en las redes, y convertido en frase de lucha de algunos, grafica un problema que bien vale la pena detenerse. Manido tema, el de la «comprensión lectora», o «los alumnos no entienden lo que leen», aunque recurrentemente necesario.
Queda claro que se evoca en tono idealizado aquellos años escolares en quienes dejaron hace buenas décadas niñez y adolescencia, e imperceptibles se asoman la senectud de sus vidas. Algo así como que todo tiempo pasado fue mejor. Casi en consenso se romantiza la escuela de antaño con la exigencia y el rigor que hoy, en supuesto, no existe. Pero es innegable también que el avance de los tiempos y las tecnologías descollantes, ambas, han dado paso a la operatividad procedimental en desmedro del saber cultural.
Desde mediados de los años ochenta, por ejemplo, la carrera de periodismo pasó a ofertarse como carrera en Comunicación. En la secundaria, el culto a la herencia lírica y narrativa, reunido en el curso Lengua y Literatura, se acuña el contemporáneo nombre de Comunicación. Y en estos últimos años con la irrupción de la Inteligencia Artificial, este cambio de marcha anda ahora a ritmo frenético y casi impredecible de hacia qué destino chocharemos.
Ha sido una progresión atenuada, incursión subrepticia, en un principio; dosificada, si se quiere hasta hace no mucho; y ahora este allanamiento digital produce estragos y conflictos en las formas de vivir de quienes vienen desde décadas predecesoras.
Y si bien se leía fragmentos en especial, pero tener a la mano por lo menos un extracto de La vuelta al mundo en 80 días, de Julio Verne, o Los crímenes de la calle Morgue, de Edgar Allan Poe, era una invitación a jalar el hilo de la madeja de otros grandes autores legitimados por el Tiempo. Súmese a esto que es una época donde los escritores en boga eran unificantes –pongamos por caso, Cien años de soledad, de GGM y La ciudad y los perros, de MVLl–. Un rosario de novelas canonizadas por sus indiscutibles méritos literarios, verdaderas piezas maestras, se convertían en barómetros culturales.
Hoy, en pleno dominio del dinero por el dinero, el abanico de publicaciones, apurados por el fin comercial, hace que la oferta sea tan extensa como inabarcable. Se publica y se publica. Y se publica ex professo también para las escuelas, así sean cuestionables calidad y profundidad literarias de buen número de obras puestas en las aulas.
En épocas de la cultura de la cancelación con tendencia hacia lo anodino y lo ascéptico; en tiempos de lo políticamente correcto sin atenuantes, se prioriza que el libro contenga “mensaje”, como si el escritor estuviera en la obligación de la moraleja de los convencionalismos sociales que rigen su época, si justamente la impronta de la literatura, además de ser ante todo una pieza del arte del lenguaje, es su afán desestabilizador, la de proveer una mirada que juzga y critica a su sociedad.
Por un lado, es el trato en algodones que quiere darse al estudiante; el mensaje mojigato con el que se intenta maquillar la realidad externa dentro de los muros de una escuela. Y por otro, el lenguaje ramplón y grosero que resuena en los temas de reguetón que los jóvenes cantan al salir de la escuela, apenas tocada la campana. Son las dicotomías y contradicciones de los tiempos de hoy.
Pero, además, de un plan lector anual que debe cubrirse –a propósito, leer una determinada cantidad de libros en un tiempo determinado, no implica directamente entrenar sagaces lectores–, si hay anhelo de que se cree un ecosistema favorable para la lectura, los libros no tendrían que ser objetos desconocidos en casa. Pasa porque se cree una atmósfera abierta hacia la lectura. De hecho, tenemos fama de leer poco, pero puede que se lea poco, porque los precios de los libros siguen siendo elevados, así se hayan dado mejoras salariales en el sector educación.
Igual, no se debe dejar de lado el habitus como factor primordial, o el inhabito. Transitamos por una etapa de consumismo enloquecido y ansioso. Un padre de familia puede pagar sin chistar ropa de marca que sus adolescentes hijos le exigen que comprar un libro, alejado este, eso sí, de la cultura de mall.
¿Pero por qué no ¡Menos formulario, más aprendizaje!? ¿Por qué esta suerte de clamor de quienes sienten que en el sector educación las tendencias se han excedido en el informe, en el reporte, si el fin de la escuela es educar y, además, abrir la mente, tender un puente de herramientas de los estudiantes hacia un amplio conocimiento del mundo?
Pero para pretender ello se debe estar preparado para ello. De hecho, educar no solo implica tocar temas puestos en sílabos. Es saber cultural, es conocimiento natural del mundo. Para conseguirlo sin disfuerzo debería haber tiempo para sí. Y es que un número mayoritariamente abrumador de profesores ha asimilado con naturalidad y conformismo que vivir inundado hasta el cuello de formularios es educación. También se trata de un asunto cultural. De hecho, el refrán popular «La ociosidad es madre de todos los vicios», en algunas otras sociedades puede cargar connotación positiva. Así, la reflexión, la contemplación, el hallazgo y el descubrimiento, no puede ocurrir mientras no haya tiempo libre, mientras no haya tiempo de ocio.
Se entiende, mas no se justifica, que en estas épocas donde la explotación del tiempo por el tiempo resulta ineludible para cualquiera, pero la carga de un profesor no solo se limita a dejar su alma en las aulas, sino cargar toneladas y toneladas de trabajo a casa. Es la justificancia de su trabajo, es el sentido de sus vidas. Esto da como resultado que muchos profesores en literatura –extensiva a otras asignaturas– ejerzan su profesión de espaldas a la lectura, porque importa más llenar informes que el profesor participe de su libre albedrío. Barrotes y marrocas que limitan el saber y el culto a la herencia, a la tradición, la máquina del tiempo de la historia de la humanidad. Así, en la cima de la pirámide llamada Ministerio de Educación pareciera que pocos piensan en la humanidad del maestro y más bien representaría el modelo perfecto de lo que es el esclavo postmoderno.
De ahí que resulte una ilusión pensar que la escuela vuelva ser –si es que alguna vez lo fue– un lugar del saber, de promoción cultural, intelectual y científica, donde el arte, el cine (el de verdad), la música, la pintura, lo científico coexistan y sean los cimientos que sostengan la población escolar que alberga y quienes pocos años más tarde se enfrentará a la vida, si quienes tienen a cargo no tienen voz, o si la tienen no se les escucha. O si sucede esto último, finalmente, se hace caso omiso de sus peticiones y demandas.
Quizá el siguiente ejemplo sirva para mostrar las contradicciones que se dan al seno de la burocracia educacional. Se trata de una dinámica que los psicólogos educativos aplican muy a menudo. Dos voluntarios deben participar de un juego. Ambos deben llegar a pie a una meta señalizada un poco más allá. El camino está tachonado de obstáculos. Quien va delante anda con los ojos vendados. Quien va detrás, a fin de evitar de que su compañero choque, debe dirigirlo mediante instrucciones verbales.
El fin de este ejercicio se traduce en saber depositar la confianza en el otro. Acompañar, sí, pero dejar ser cada quien. La enseñanza de esta interacción pareciera ser una formalidad entre los que dirigen la maquinaria educativa, quienes hasta ahora, al parecer, son ciegos en leer la metáfora extraída de una simple dinámica interpersonal.