Perú, ¿tierra de optimistas o de esperanzas?
M.A. Panduro, el autor de este artículo, ligeramente en contexto nacional, extensiva acaso a buena parte de Latinoamérica, aborda El espíritu de la esperanza, de Byung-Chul Han
La célebre confesión del escritor peruano Alfredo Bryce Echenique (Soy un pesimista que quiere que todo le salga bien) va en línea contraria al discurso del optimista miope quien lleva anteojos de dos cristales similares mas no iguales. Un lente para la mirada corta, por un lado; y el otro lente, el que se detiene un instante, para la mirada breve. Ambas lunetas de líneas concéntricas que forman el optimismo.
No es lo mismo pensar con esperanza que ser optimista, como diferencia Byung-Chul Han. Para el filósofo surcoreano que escribe en alemán –la lengua filosófica por excelencia– esperanza significa mirar a lo lejos, mirar al futuro, y el optimismo, en contraparte, además de que carece de toda negatividad, y de expresar un temor mudo por el cambio –pues su ángulo de visión es estrecho y reducido su alcance–, adolece de movimiento, es estático. Y es que, claro, los aspectos negativos de la vida se obvian por completo. Ser optimista es esconder la verdad. En cierta forma, es darle crédito a la irrealidad.
Y aunque Bryce Echenique con su frase, «Soy un pesimista que quiere que todo le salga bien», se refería que es un hombre con esperanza, huelga decir que la postura del pesimista es tan igual a la del optimista, pues el pesimista vive en un mismo mundo tan cerrado como el del optimista. Este último no ve probabilidad alguna de avatares en la vida. El optimista es el que vive convencido de que, de todas formas, pase lo que pase, las cosas acabarán saliendo bien, con sus expresiones «¡Echando p’adelante!». «¡Vamos por más!» –hasta podría añadirse al listado de arengas el ¡«Sí se puede!», y otras por el estilo–, que pueden formar parte de aquel joven universitario con el que te cruzas, y que más tarde, transcurridos los años, aquel acicate verbal ha quedado como verborrea de la frase vacía. Porque, ¿cuántos proyectos son dejados en medio camino, abandonados a su suerte del desaliento? O ya yendo hacia terrenos deportivos, esta calificación le caería al periodista futbolero que previo a un partido cuesta arriba frente a un rival de polendas, frente a un “monstruo grande que pisa fuerte”, propala convencido de que la Selección peruana va a ganar, o al menos trata de engañarse, o hacer creer a las masas. Sería preferible reconocerse como un optimista nato, o –en todo caso–, apostar por la mesura, si se apunta a no repetir lo mismo, y salirse del rebaño de los perdedores, entendido como el optimista ciego.
No es lo mismo, además, ser optimista que positivo. Es interesante la explicación dejada por Byung-Chul Han. «Según la psicología positiva cada uno es el único responsable de su propia felicidad. El culto a la positividad hace que las personas a las que les va mal se culpen a sí mismas, en lugar de responsabilizar de su sufrimiento a la sociedad. […]. La psicología positiva psicologiza y privatiza el sufrimiento, mientras que deja intacto el complejo de cegamiento social que lo causa».
Bien reza el dicho, «Piedra movediza, nunca moho la cobija», lo que se conoce como los rolling stones, aunque no nos referimos a la banda británica. Curioso que los jóvenes se encaminen a la ciudad del pecado, a su cárcel dorada. Sobre esto –sobre el motor de búsqueda– para un actor ibérico asentado en Hollywood, gran parte de la juventud norteamericana sería una sociedad con esperanza (da como ejemplo a los creadores de las plataformas virtuales que forman parte de la vida de hoy). Y en torno de esto último, según su razonamiento, el joven español tradicional vendría a ser lo contrario, porque el optimista no arriesga nada, no emprende nada. Y en este caso, este último prefiere cobijarse en el aparato del estado como forma de tener ingresos sostenidos y tranquilos; algo así como le da miedo moverse de su zona de confort. Pero estamos hablando de la vida, y no de exclusivamente de dinero. De manera tal que aquel que aquel viejo hombre rural que, fumando un cigarro de hoja dura, prefiere la contemplación del ocaso bajo la fronda de un viejo algarrobo en el desierto piurano estaría cantando y estaría colmando su existencia.
Hablamos de un tiempo de supervivencias –créanlo o no–, inclusive para aquel sujeto de envidiable sueldo que debe pagar el lujoso apartamento, el automóvil último modelo de alta gama. Somos todos esclavos postmodernos, esclavos postmodernos del consumismo. Para Byung-Chul Han no es posible alcanzar la libertad porque hay deseos y necesidades que son el presente y, por tanto, no se necesita pensar en el futuro, o el futuro es una sucesión de días idénticos, un presente que se extingue.
El yin y el yang del taoísmo, la noche y el día, el blanco y el negro, lucha de contrarios –son constitutivas, indisociables–, van de la mano, porque sin tinieblas no hay luz, como dice esta voz, en actualidad una de las más leídas y resonantes en el mundo de la filosofía, que mira este presente distópico como diagnóstico de un futuro a rehacerse. Y porque como la esperanza es una figura dialéctica, la esperanza más íntima nace de la desesperanza más profunda.